Soy Salvat El Grande. He surgido de la sangre de Viracocha, cuando el cielo se encapotó, desde el
interior del cuenco mi cuerpo se elevó y a través del sueño hipnótico llegue a esta casa. Mi padre
me dio dos tareas:
Aprender a escribir.
Crear la dinastía que permita restaurar la libertad.
Creo haber cumplido con ellas. Soy enjuto, calvo, mi cabeza es pequeña. De ella sobresalen dos
orejas grandes y una nariz carnosa. Mis ojos huidizos y distantes son el prólogo de una boca que
deja ver la hilera de dientes blancos y relucientes. He debido adaptarme a esta vida, gris, oscura,
opaca. Es la tarea pesada y monótona de un fabricante de sombreros. Al llegar la Luz a principios
de 1900, mi vida fue paulatinamente cambiando; como un monje cartujo al cuidado de ella me he
dedicado. He debido aprender a conocer sus destellos, sus cambios, sus peligros. Como todo ser
opaco no se me ha permitido hablar de mi tarea. ¿Pero que mejor servicio para el Dios Sol que
esta tarea?.
He educado a mi hijo, Salvat El Mediano, en el arte del silencio. Debo confesar, que no he podido.
Siempre se ha resistido a una tarea que -el sentía- excedía su espíritu. Le he visto frágil, indeciso,
Hasta por momentos ausente. Mi tortura personal aparece cada noche y es que con mi muerte la
tarea quede inconclusa. El futuro habla que atravesaremos un periodo turbulento con capacidad
de destruir lo conquistado. Aún así, confió en él. Los hombres-rata, a través de la cueva, del
escondite, del centro de nuestra existencia, procuramos defendernos y quizás su hijo -mi nieto-
encuentre al enviado de los tortuga.
Recogí mis cosas, hacia el mediodía, un avión me llevaría a Madrid y de allí otro vuelo en línea
regular a Buenos Aires. El viaje se antojaba largo, en pleno vuelo, no podía contener mis
pensamientos que se mezclaban unos con otros. ¿Qué haría Ella?. Soñaba con su perfume, me
escandalizaban sus labios, deseaba verle y el deseo me transportaba de forma enfermiza. Esta vez
no había comprado ningún estúpido cuadro de regalo. ¿Y si ahora lo reclamaba?. El temor me
asaltaba. Estos meses parecían años y su mezcla era explosiva para los amantes. El tiempo oscilaba
y su crueldad aumentaba la dificultad para situarme en nuestro destino. Frente a mí, apareció el
Pez, su cuerpo estaba entero y chapoteaba en su charca putrefacta. Su decadencia era cada día
mayor. Sus ojos oscilaban, al observarme mezclaban el atrevimiento con la osadía. Metí mi mano
en el bolsillo, toque la pipa que me servia de amuleto. ¡El Pez desapareció!.
Llegué al banco por la mañana, entré en mi despacho, olía a cerrado,