Me detuve insatisfecho ante el sendero que se extendía flanqueado por unas rejas. Observe que entre los hierros alguien había abandonado un par de zapatos. Inconscientemente apareció la imagen de los que llevaba escandalosamente viejos, al principio dude, mire hacia ambos lados, -¡era el momento!. Me agache y me quite los míos. Comprobé que aquellos eran de mi tamaño, al empujar mi pie sentí un ligero escozor. ¿Que hacer con los otros?. Decidí empujarles hacia el otro lado de la reja, al caer la maleza les cubrió. Proseguí caminando –una extraña desazón me abordaba. ¿Y si estaban infectados?. Intente desandar el camino, deseaba reprimir la idea que me mortificaba, gire en la esquina y entre en un bar. Me apetecía una cerveza. Atravesé por el centro de la sala hasta dar con el fondo del local y me acomode en la barra. El aspecto era deprimente, aquello pertenecía al Hospital San Roque. Multitud de familiares y médicos hablaban sin descanso. A veces al regresar del trabajo me había detenido en este establecimiento para apurar una copa. Me gustaba reflexionar y dejarme llevar sobre las dificultades de la vida. La monotonía presidía mi existencia, las horas las pasaba –casi siempre- refugiado en una habitación esperando el día siguiente para volver al trabajo. Eran años difíciles, caminar por la calle representaba un peligro. Parecía que siempre fuese necesario demostrar tu propia inocencia. Llame al camarero, le solté 30 pavos y me di vuelta para ir al lavabo. Una presión en mi hombro me freno en seco. Mis pensamientos se disiparon cual castillo de naipes. ¿Quien me retenía con tanta insistencia?. Logré ver a mi lado a dos enfermeros –de ordenadas batas blancas- que me asían de ambos brazos. El más alto me empujo en un intento de afirmar su autoridad. Porcuré zafarme de su crueldad. Lo único que logre fue que su fuerza aumentara. El camarero -que me conocía- intento intervenir. Ni siquiera le escucharon. Me llevaron en volandas hacia la salida. En segundos me encontré en el interior de un furgón blanco de la Cruz Roja. ¿Donde me llevaban?. Preferí esperar, decidí que luego protestaría. El viaje fue rápido, por la ventana observe que entrábamos al Borras -un psiquiátrico famoso en la ciudad. ¿Y a cuento de que venia aquello?. Abrieron la puerta y sin dejarme hablar uno me cogió por el cuello. La presión me asfixiaba, mientras el otro con paciencia me ponía una camisa de fuerza. Era incapaz de protestar, el miedo y la presión que ejercía el energúmeno me provocaban asfixia y sentía la lengua acartonada. Si intentaba hablar, el gigantón apretaba más. Metido en aquel extraño traje me llevaron hasta una celda o habitación. Allí me soltaron. No podía moverme, aquella cosa me estrangulaba sin dejarme coger una posición mas cómoda.
Desperté varias horas después, me hallaba tumbado en la cama, quizás me había desmayado, ¡esta puta pocilga me hartaba!. Por el ruido intentaban abrir la puerta, ¡aquel seria mi momento de protesta!. Entro uno que parecía director y dos que le Acompañaban. Intente explicarme, el tipo me miró y esbozo una sonrisa cínica. Pasados unos segundos solo dijo:
_Te has cambiado de ropa, pero te olvidaste de quitar los zapatos. Por ello te reconocimos ... Este tío esta chiflado -se me ocurrió. Grite con fuerza:
_¡ Los zapatos no eran míos !. La cara de mi interlocutor amago con sorna, dejando que los otros dos me soltaran. Uno me acerco un plato, allí flotaba una sopa lánguida en la que bailaban unos trozos negros. El Director dijo:
_Te trasladaran a Manfredi mañana, si te comportas viajaras sin chaleco. Sin ningún otro gesto se giro sobre si mismo y salió. Los dos enfermeros como viejas golfas le abrían el camino. Aunque hice un intento de protestar, cedí. Una extraña indolencia me frenaba diciéndome al oído –este no es el sitio adecuado. Cogí la cuchara, al introducirla en aquel potingue era suficiente para describir un movimiento aceitoso. Esto me deprimía, cogí el pan para acompañarme. ¡Jodido estaba antes y ... más jodido ahora! .
Llegamos a Manfredi un 16 de junio de 1957. Aún recuerdo que el camión se detuvo frente a una caseta ubicada debajo de un arco donde ponía “Manicomio Modelo Dr. Venturini“. Los conductores enseñaron unos papeles y el furgón echo a andar por una carretera larga y estrecha, bordeada por álamos centenarios . Mientras avanzábamos a nuestro costado la pradera y el bosque se alternaban. ¡Hermoso sitio!. A medida que nos acercábamos aparecían distintos pabellones dispersos que se estiraban como manchas entre la arboleda . Los tejados estaban pintados de rojo y volteados en diagonal hacia sus lados protegiendo las galerías que le rodeaban formando un raro abanico. Nos detuvimos en un edificio alto y espigado. La cal blanca chorreaba de las paredes enseñando al visitante que la apatía no era precisamente una característica de este hospicio. Varios enfermos dormitaban bajo el sol, atados con sabanas a las barandillas que delimitaban los zaguanes del campo propiamente dicho. Mi sorpresa fue en aumento al ver como por la pradera que nos rodeaba vagaban enfermos sin rumbo. El único sitio, ¡de los maniatados!, era el mío. El 1344.
Al bajarme, me llevaron escaleras arriba, la puerta dio paso a un lavabo, bueno a decir Verdad, había allí una ducha inmensa. Casi en la esquina de pie una enfermera gorda, sudada y maloliente, grito mientras me miraba:
_Desnúdate. Al terminar de desvestirme, me indico con un dedo en dirección a la ducha de pie de la que caía agua abundante. El primer contacto con el liquido fue brutal, ¡estaba helada!. El calor que arrastraba se disipo mostrando un pacto entre la temperatura exterior y la presión del chorro en mi espalda. Estaba distraído y adaptándome cuando sentí un latigazo sobre mi. Me giré para intentar ver de donde provenia el hachazo. La enfermera -¿que hace esta bruta?- con una manguera de goma me aporreaba sin asco. Quise apartarme, pero mi edad y un cuerpo pesado me lo impedían. Cada golpe me desplazaba en el escándalo de dolor y agua. No pude resistir, cayendo al suelo. Busque levantarme, ella vino en dirección mía, era gorda, ancha, sus tetas inmensas le presionaban para desbordar la bata. Con sus dos brazos redondos y duros me cogió. ¿Que hacer?. La propia inclinación hizo que los botones de su bata saltaran dejando que colgaran sus dos senos en aquel infierno. La fuerza del agua no permitía verla. ¡Estaba preso del pánico!, a duras penas intente sujetarme de los pechos resbaladizos que estaban por todos lados. Sentí que ella intentaba erguirse y tirar de mí, pero resbalo cayéndose sentada de culo. Reía de manera insolente, mientras los pelos se le aplanaban bajo la presión de la ducha. Levanto el brazo que sostenía la goma y descargo un mazazo en mi vientre. Me fui hacia ella y apreté nuevamente los pechos . Ella abrió sus piernas, ¡no llevaba bragas!, cogí la punta de la goma que daba sobre mi e intente meterla en dirección a su vagina. Ella río con mas fuerza, tiro de la goma y pego contra mi frente con violencia. Movió su mano derecha e introdujo sus dedos en su sexo, respiro, exhalo. Con crueldad se esforzó, cerrando las piernas. Transcurrieron unos minutos, luego se arrastro poniéndose de pie. Mirando hacia mi, cerro su bata. Ella sonreía, le escuche decir:
_Abuelo, descansa un poco. Todos los meses vendrás a la ducha. Cogió nuevamente la goma y al acercarse descargo un golpe en mi espalda y se marcho. Estaba molido, ayudándome de un saliente me puse de pie. No estaba herido, sangraba por la boca.
Ella volvió a entrar con otra bata, llevaba un juego de ropas grises e incluía una boina, las dejo en una silla. Su sonrisa decía algo ¿le había caído simpático?. ¡Por Dios no seria capaz de aguantar otro mes!. Al acabar de vestirme, dos enfermeros me acompañaron por un largo corredor. Al atravesar las distintas salas, dentro, cientos de camas puestas una al lado de la otra formaban cuadrados imaginarios. Los enfermos acostados tenían sus manos atadas a las bordes. El quejido de algunos, se metía en mi cerebro como si apretasen con saña diciéndome: ¡de aquí no saldrás nunca!. Los tipos empujaron una puerta y frente a mi se abrió una gran habitación, conté rápidamente mas de100 camas. Presionando en mi clavícula, el más grande de ellos me estiró en un camastro. Me ataron de ambos lados. Pase así varios días, solo me soltaban para comer e ir a lavarme...
¡Estaba desesperado!.
La dueña de la pensión -al día siguiente- me consiguió un trabajo en la cantera del pueblo. Comenzaba a trabajar a las 6 de la mañana y regresaba a las 7 de la tarde. El esfuerzo era agotador. Según mis cálculos seriamos unos 4.000 que picábamos o arrastrábamos arena del río o granito de una montaña semi-escondida. En esta tarea trabajaban 3.000 enfermos del psiquiátrico que colindaba con nuestro terreno. ¡No entendía como podían estar aquí!, ni siquiera hablaban. Les veía ir y venir como zombies en función de lo que le ordenasen y al final del día regresaban en grupos a través del camino que les unía con el asilo. Allí bebían una sopa boba y vuelta a empezar. ¿Cual seria el acuerdo que tenían entre el Director y la familia Grover?. Lo más seguro es que una parte de los resultados de la explotación terminara en los bolsillos del Director.
Los Grover, eran los dueños y señores desde hace 100 años de la explotación y de parte de la comarca. Vivían cerca de aquí, en una mansión antigua y destartalada. Lo que ganaba me alcanzaba para pagar la pensión y poco más. La brutalidad de esta familia nos ahogaba. El Viejo -así le llamaban los del pueblo- no aceptaba discusiones, mantenía su poder mediante corruptelas y acuerdos. Pocos escapaban a su influencia. ¿Donde ir si dejaba este pueblo?. Por las noches, al regresar extenuado, solo pensaba en marcharme del infierno, pero una intuición me detenía. Tal vez algo me decía que este lugar sofocante y agreste reservaba una pequeña historia en mi futuro.
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