El coche se detuvo impaciente delante del surtidor de gasolina. Era un Packard de 1949, negro, delgado, de ruedas anchas y cromado plata. Mi abuelo se acerco hasta el chofer, desde su interior se escucho un gruñido:
_¡Llénalo!. Juan quito la tapa del tanque y movió la palanca del surtidor hacia delante y atrás para bombear con fuerza un líquido espumoso y dorado. La gasolinera parecía un ala de avión abierta en dos; estaba situada en una esquina de la ruta 9 que unía las dos mitades del país. Había empleado en ella parte de sus ahorros y un préstamo de sus cuatro hermanos. La guerra que desangraba a Europa era un murmullo. De repente el tipo antipático que hacia de chofer salio del oscuro y embutido recinto poniéndose de pie. Le miro indeciso pero se encamino hasta su lado.
_¿Podría hacerle un bistec con huevos fritos a la señora? –pregunto.
_Si.
_¿Donde se lo servirá?. La respuesta fue un leve movimiento de cabeza para señalar la puerta de la oficina-cocina. Mi abuelo acabo de verter el gasoleo, yendo hasta la dichosa cita. En esa habitación el guardaba los papeles de sus cuentas, una mesa grande y aparatosa, varias sillas y un reloj de pared. En el lateral una cocina de hierro a leña le salvaba de las tardes largas y frías del invierno. Se lavo sus manos y se puso a preparar la comida. Detrás de él, el ruido de la puerta le recordó que su clienta acababa de entrar. Pasados unos minutos se atrevió a darse vuelta. Una rubia de traje entallado, de finas rayas y un pañuelo alrededor del cuello le miraba.
_Hola, -dijo Ella. Hosco, pero nervioso se atrevió a sujetar una silla y arrastrarla dando a entender que ese era el sitio de su invitada. Ella se acomodo con paciencia. Mi abuelo continuo con el trajín de sartenes un buen rato, hasta dar con un resultado mediano. La comida humeaba cuando se dio vuelta nuevamente en dirección a la mesa. Ella se había quitado el abrigo, el pañuelo y una blusa de color crema y recta le daba un toque de lujo. El puso dos platos encima de la mesa.
_Mi chofer no come –tercio su suave voz.
_Ya lo se. He decidido acompañarle. ¿Por cierto Vd. es?.
_Si. Voy de paso. En Córdoba me espera el gobernador.
_¡Ah!. El sirvió, tomo asiento y comenzaron a comer. Ella daba pequeños golpes con el tenedor en la loza. Era menuda y ágil. De cerca aparecía más guapa que en los mítines.
_¿Esta Ud. casado? –pregunto ella.
_Si. ¿Es italiano?.
_Del Piamonte. ¿Le gusta nuestro país?.
_Bastante. Por error había traducido literalmente de su italiano y olvidado el “mucho” expresión mas normal en estas tierras. Ella le miraba directa. Mi abuelo observo que era incierta su alegría.
_¿Le gusta ayudar a los pobres?.
_Si, pero me cansa. El hastió y la soledad son mi droga. A veces envidio las tareas sencillas y directas como la suya. ¿Vd. qué considera necesita nuestro país? –pregunto- fiel a su pose política.
_Mas cultura y menos líder engominado –respondió Él. “¿Se refiere al General?”. “Si”.
_El poder –argumento Ella- desata el egoísmo. Poco a poco los aduladores ocupan el gobierno. Ella se estiro un poco hacia atrás, la blusa se ajusto al borde de sus senos dejando ver una silueta firme pero atractiva. El silencio creo un vaho de complicidad entre ambos. Ella se desabrochó el primer botón que amarraba su cuello y dejo ver una piel tersa y clara. Mi abuelo mantuvo su posición. Se sentía incomodo ante el magnetismo que irradiaba el comensal. Decidió preguntar -¿era su turno?.