Un cierto tipo lleno de mierda, se acerco hasta mi lado. Eran las 12 de la noche. Su fealdad era incomparable. La galantería de pedirme un cigarro, se me antojaba difícil de sobrellevar. Hice el ademan de invitarle, sacando del bolsillo el paquete de Fortuna. Había comenzado a fumar –nuevamente- hace dos días. De decir, que tuve ganas de regalarle, aquel dichoso epitafio que llevaba hace horas. ¿Para despedirme de tanta culpa?. Pero ni hizo falta, el muy canalla tiro de él, quedándose hasta el último. Iba a gritarle, ante la descortesía, pero su sonrisa me contuvo.
“Sabe Ud. que está a punto de tirarse de este puente –dijo.
No le respondí. Solo me aparte un poco, tal vez dudaba de aquella afirmación. Pero si en algo debía darle la razón, es que respiraba por una herida de amor. Antes de girarse –por la derecha, me miro una vez más. De un salto, trepo por la defensa de acero que nos separaba del vacío y busco la dirección del agua que clamaba 50 metros más allá. Quise detenerle. ¿O su paso evitaba el mío?. El viento cargaba con fuerza en mi cara. No fui capaz más que llorarle, ni por unos minutos. Desapareció como un sapo. Me quede tieso pensando en el fin de la sopa, allí donde la cuchara raspa. Donde vemos que ella contesta nuestras preguntas más tontas. Un sonido lejano me dijo que debía regresar. ¿Hacia dónde?. No tan lejano como el miedo, que vi en su rostro. Era: abigarrado, de lana y pus. De derrota y muerte.
Cada noche, esta acera me volverá a llamar. A la cita que me quito mi compadre. A, el fin. A, la entrevista de golpe seco y húmedo, del Rio Jasón.
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