Solo los bellacos, con sus largas crines, aceptan el momento anterior a la muerte. Es allí donde todo se detiene. Ya nada nos inspira más que torpeza, apetito, equilibrio ante los errores y carmines.
Buscare un remanso. Nadare sin más pábulo que el sabor de niño ante el comienzo. Igualare a la enamorada petulante, de la entrada al Paraíso.
¡Crack!. Nada es tan temido como el ciclo del final. Allí los caballos se agolpan al límite -del acantilado. Allí, sea uno hijo, o ella madre. De extenuada palabra uno mira al otro. Los del amor materno, se pliegan en: ¿Por qué el jarrón del amor se ha roto?. En el del hijo: ¿Cómo ha sido posible cambiar un átomo por otro, sin más perjuicio que el reproche?.
Dimos, Dieron. La puerta paterna/materna esconde sofocada –en su carrera, una nube de biología, sangre y porfía.
Tal vez, se reconcilie ese extraño sentimiento. O tan solo purguemos nuestras ingratitudes.
Vete. Me voy. Un líquido verde y trágico se dilapida. Ya vendrán otros para este teatro.
Ya.
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