“Y asi era proverbio antiguo: pisce taciturnior (más callado que un pez); y los egipcios, según Pierio, lo pusieron por símbolo del silencio; y Claudiano dice que Radamanto convertía a los locuaces en peces, porque con eterno silencio compensasen lo que había errado hablando: […]Quien solió ser locuaz más de lo justo y reveló los secretos es llevado a las ondas cargadas de peces: para que con su silencio eterno expíe su voz desbordada.(1)
Este rodeo laberintico nos sitúa en la trama, la desaparición del pez que preside una ciudad. En Vilanova i La Geltrú, existía una carpa que bebía del porrón. Le llamaban la Carpa Juanita. Su dueño se fue a la mar y ella triste guardo el secreto.
La ciudad respiro sobresaltada. Los locuaces ya no temieron al infierno, ni al castigo.
Con su marcha, un frio glacial perturbo el cemento que conduce al museo donde le alojaban. El cartel de la entrada palideció, el sendero que los colegiales, o que los turistas visitaban, se desdoblo ante las raíces de los pinos.
En la ciudad nadie cuestionó su marcha. Un rio de charlatanes fue aumentando hasta asfixiar al torpe y al inteligente. Solo el necio fue capaz de aguantar aquel aceite de mango que se adhería a cada mortal.
La Carpa Juanita solo dejaría un recuerdo. Un grafiti al final de la calle antes de echarse al mar. Por poco tiempo. La compañía eléctrica prepara el cambio de esa sub-estación. El hachazo dejara los escombros. El viento y la brisa marina harán lo que resta -del futuro.
La ciudad enferma de sabiduría, carecerá de “quien expíe su voz desbordada”.
Así será. O tal vez no.
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(1)Sor Juana Inés de la Cruz. Extraído del libro del mismo nombre de Octavio Paz. Editorial Biblioteca Breve/Seix Barral
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