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Esta
tarde la arena grasa esta sedienta de acompañar mi vida hasta el carril
final. Me he levantado con mal humor. Santa Helena esta tan lejos del
mundo europeo. De naves, de hombres, de desiertos. De la gloria. El
vasto Imperio se ha desmoronado, de sus cañones la mantequilla escapa
sin contención. Me pregunto si mi obra fue una esclavitud a tanta
obsesión por refundar una Europa soberbia o una Francia pequeña. ¿Qué
me ha llevado?: a través de Egipto; o Rusia o la España harta del
dominio real y decadente de Fernando VII. Magros resultados puedo
mostrar. Tal vez, una gran alteración de las sociedades y costumbres de
la época. ¡Ay de mí!. Un destierro y una mirada forcejean al fondo de
mis pupilas.
De
aquel reposo, de aquel extremo de soledad, intentaría matar sus pecados
en un pozo de reflexión, dijo: el código Civil (1) era un intento para
superar las barreras construidas dentro de la sociedad. Existían leyes
para todo, y era imposible conocer con exactitud los derechos de cada
persona. Las normas especiales sucumbieron ante la razón y el espíritu
de fuego que me inspiraba, que me llevaría a arrasar los territorios,
dominados por reyes y monarcas que insistían en una paradoja “su poder
les venía de Dios”.
_¡Fue una estupidez coronarme Emperador!.
Di
la esperanza a los que pensaban que el poder, nuevamente estaría
sofocado por la autoridad de un ocasional espíritu humano. A mi paso,
grandes monarquías se derritieron ante la realidad de la fuerza de mis
ejércitos. El Napoleón que encarnaba mi humilde política, diríase
debido a su empuje que ya nadie podría decir en adelante: “el Rey
estaba por encima de la sociedad”.
América
fue la primera que se liberó. En la espera a que Fernando VII
reaccionara, aquel continente aupó a sus líderes al gobierno de vastas
extensiones. De estados y sociedades políticas más audaces que las
instituciones políticas existentes.
Pero,
de la estabilidad de un rey depende la nostalgia de las gentes. Ellos
desean su intermediación infinita. Los reyes dicen ser por sangre, por
genes. Unos sustituyen a otros. Se transmiten la sabiduría o la
ambición, en una larga cadena de sangre, traiciones, y espeso tronco de
errores o aciertos.
De
este imaginario colectivo ellos aprovechan su poder. Al construir mi
Imperio, en aquella alocada guerra europea, se fundiría su miseria
barroca de representación, de poder absoluto. Y aparecería un código
civil, para establecer los límites del nuevo escenario.
En
mi aprendizaje he podido ver como grandes analfabetos han llegado a
reyes. Luego sus derechos han contaminado a las generaciones futuras y
ha sido imposible quitarles. Reducirles a ceniza. A una serie de ex
sanguíneos representantes del tronco común surgido en un cuidado y
rancio mantel de amores ocasionales.
Al meter mis ejércitos por Europa destruiría las correlaciones de mentes, lazos e hijos nacidos de una ambición. Vano y débil, intentaría sustituirles por constituciones, códigos y leyes. ¿Quizás un vasto archipiélago de derechos?.
Aquel
fue mi error. Combatir la monarquía con una Republica de sangre y
destierro. En cada nueva conquista me alejaría de mi antiguo objetivo.
Pero, mientras más me obcecaba, aparecía ante mí, un vasto continente
muerto en la trampa monárquica. De su inacción nacería nuestra furia.
Napoleón
se detuvo en su monologo. Pudo observar como Santa Helena estaba
dormida. El vientre plomizo de la isla le había traído algunas cartas.
Se preguntó:¿Por qué siempre me destierran a una isla?. Su mano
temblorosa había recogido su vomito de sangre. Ya su estómago no
soportaba tanta carga de un brutal líquido o polvo que intuía le
consumía. En un delicado papel escribiría: “He mirado desde
la bruma que preside mi encierro. Hoy, tal vez no pueda demorar otro
día. Me tortura este abandono solitario y terco en que, me han sumido”.