Frankenstein: la herida del lago
El pasado absoluto no existe. Esta barra de pan es tan parecida a aquel pescado muerto y destripado. El alcohol a veces nos inspira, pero debo confesar que lo que nos atreve, lo que nos impulsa a desarrollarnos, es el amor. Limpio, sano. Hasta inútil en sus repeticiones.
He llegado a esta casucha y el anciano me ha dicho:
“No se desespere. No tener amigos es muy desafortunado, pero los corazones de los hombres, cuando no tiene prejuicios por cualquier interés propio claro, están llenos de amor fraternal y caridad”(1).
Tal vez el anciano tenía razón. O esta serie nerviosa de encuentros con humanos se había saldado en mi contra. Ligero de prejuicios pero confinado en una forma fea mi corazón latía de manera inexplicable ante el continuo rechazo.
He dejado para el final una anécdota. La niña del lago me mostraría los límites de mi infierno.
Durante días he repasado ese momento. ¿Un sueño desgraciado?. A mi manera, lo explicaría de esta manera: el corazón juvenil nos previene de los peligros que encierra la cultura humana.
En el contacto entre ambos había supuesto que el mundo me observaba con inocencia y ternura, hasta que algo se rompió y me llevo hacia lo vil.
Los humanos separan su consciencia inestable, tal vez juvenil –es la flor que me ofrece la niña-, de las relaciones que establecen entre sus diferentes personalidades y sucesivos desencuentros.
A hurtadillas, o sencillo y rápidos, reaccionan como lo hice, con rechazo o amor, con sabiduría o envidia. O con violencia.
Luego, es la culpa o el miedo a perder el favor de Dios (el castigo) quien nos avisa.
Pag 39 Mary Shelley. Frankenstein. La Vanguardia, año 2007
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