
Publicado el 12:15 en capitulos obra narrativa: la abeja | Enlace permanente | Comentarios (2) | TrackBack (0)
Me detuve insatisfecho ante el sendero que se extendía flanqueado por unas rejas. Observe que entre los hierros alguien había abandonado un par de zapatos. Inconscientemente apareció la imagen de los que llevaba escandalosamente viejos, al principio dude, mire hacia ambos lados, -¡era el momento!. Me agache y me quite los míos. Comprobé que aquellos eran de mi tamaño, al empujar mi pie sentí un ligero escozor. ¿Que hacer con los otros?. Decidí empujarles hacia el otro lado de la reja, al caer la maleza les cubrió. Proseguí caminando –una extraña desazón me abordaba. ¿Y si estaban infectados?. Intente desandar el camino, deseaba reprimir la idea que me mortificaba, gire en la esquina y entre en un bar. Me apetecía una cerveza. Atravesé por el centro de la sala hasta dar con el fondo del local y me acomode en la barra. El aspecto era deprimente, aquello pertenecía al Hospital San Roque. Multitud de familiares y médicos hablaban sin descanso. A veces al regresar del trabajo me había detenido en este establecimiento para apurar una copa. Me gustaba reflexionar y dejarme llevar sobre las dificultades de la vida. La monotonía presidía mi existencia, las horas las pasaba –casi siempre- refugiado en una habitación esperando el día siguiente para volver al trabajo. Eran años difíciles, caminar por la calle representaba un peligro. Parecía que siempre fuese necesario demostrar tu propia inocencia. Llame al camarero, le solté 30 pavos y me di vuelta para ir al lavabo. Una presión en mi hombro me freno en seco. Mis pensamientos se disiparon cual castillo de naipes. ¿Quien me retenía con tanta insistencia?. Logré ver a mi lado a dos enfermeros –de ordenadas batas blancas- que me asían de ambos brazos. El más alto me empujo en un intento de afirmar su autoridad. Porcuré zafarme de su crueldad. Lo único que logre fue que su fuerza aumentara. El camarero -que me conocía- intento intervenir. Ni siquiera le escucharon. Me llevaron en volandas hacia la salida. En segundos me encontré en el interior de un furgón blanco de la Cruz Roja. ¿Donde me llevaban?. Preferí esperar, decidí que luego protestaría. El viaje fue rápido, por la ventana observe que entrábamos al Borras -un psiquiátrico famoso en la ciudad. ¿Y a cuento de que venia aquello?. Abrieron la puerta y sin dejarme hablar uno me cogió por el cuello. La presión me asfixiaba, mientras el otro con paciencia me ponía una camisa de fuerza. Era incapaz de protestar, el miedo y la presión que ejercía el energúmeno me provocaban asfixia y sentía la lengua acartonada. Si intentaba hablar, el gigantón apretaba más. Metido en aquel extraño traje me llevaron hasta una celda o habitación. Allí me soltaron. No podía moverme, aquella cosa me estrangulaba sin dejarme coger una posición mas cómoda.
Desperté varias horas después, me hallaba tumbado en la cama, quizás me había desmayado, ¡esta puta pocilga me hartaba!. Por el ruido intentaban abrir la puerta, ¡aquel seria mi momento de protesta!. Entro uno que parecía director y dos que le Acompañaban. Intente explicarme, el tipo me miró y esbozo una sonrisa cínica. Pasados unos segundos solo dijo:
_Te has cambiado de ropa, pero te olvidaste de quitar los zapatos. Por ello te reconocimos ... Este tío esta chiflado -se me ocurrió. Grite con fuerza:
_¡ Los zapatos no eran míos !. La cara de mi interlocutor amago con sorna, dejando que los otros dos me soltaran. Uno me acerco un plato, allí flotaba una sopa lánguida en la que bailaban unos trozos negros. El Director dijo:
_Te trasladaran a Manfredi mañana, si te comportas viajaras sin chaleco. Sin ningún otro gesto se giro sobre si mismo y salió. Los dos enfermeros como viejas golfas le abrían el camino. Aunque hice un intento de protestar, cedí. Una extraña indolencia me frenaba diciéndome al oído –este no es el sitio adecuado. Cogí la cuchara, al introducirla en aquel potingue era suficiente para describir un movimiento aceitoso. Esto me deprimía, cogí el pan para acompañarme. ¡Jodido estaba antes y ... más jodido ahora! .
Publicado el 12:59 en capitulos obra narrativa: la abeja | Enlace permanente | Comentarios (0) | TrackBack (0)
La Abeja se encuentra en el cuello de la botella. -Se debate en la inquietud.
Produzco para mis obreras una sustancia especial, ella debe ser mezclada con su comida, se que con ello garantizo que sientan la obligación de alimentar a sus sucesoras. La calidad y cantidad de las larvas es mi preocupación. Un ejército se mueve para esa tarea. El invierno y el ser humano son nuestros enemigos. Mis obreras mueren agotadas en su esfuerzo vital.
Mi vida dura 5 años, en ese tiempo soy capaz de fecundar hasta 100.000 huevos. En ellos tan solo unos pocos mis obreras permitirán que crezcan los zánganos:
Cruel estirpe dice mi pecho.
Que de mi reino, unos
pocos dejen su semen para
continuidad de la raza.
La muerte de los zánganos, es
tan vital como la angustia de esta reina.
La abeja se movía dentro de la botella, deseaba llegar hasta la salida, pero repetía su vuelo interior una y otra vez consternada. No subía hacia arriba que sería lo lógico en dirección por la cual la abertura le permitiera escapar. Machaconamente se golpeaba en el cuello de cristal. Repetía, repetía. Angustiada, aquella órbita le enloquecía.
Ella me ha besado y se ha marchado a vestirse, me encuentro en la trastienda de la peluquería, mi reloj describe el circulo infinito de las cinco de la tarde. Ella debe abrir su sala para recibir a sus clientas. Su marido aparecerá de un momento a otro. Me incorporo, empujo mi camisa dentro del pantalón. Busco el lavabo, intento alisarme él cabello. En la radio suena una melodía de Elvis. Este pueblo me ahoga. El amor por ella me asfixia. Empujan la puerta, ha tenido tiempo de preparar un café. Sus ojos azules brillan, -laxo como en una noche de luna llena-, acepto su ofrecimiento. Bebo un trago, mi estomago protesta. Dejo la taza, me encamino hacia la salida trasera de la casa. ¡Estoy harto de disimular!. Casi antes de salir percibo su cercanía, siento como su mano roza mi espalda.
Al salir, afuera hace calor, ¡cómo siempre!. Mientras camino por la carretera el suelo despide un sudor ebrio de plena siesta. Hoy intentare buscar en mi trabajo la distracción ante tanta torpeza.
Me baje en el apeadero. En frente unos galpones grises entremezclados entre árboles, altos, finos. El verde se encogía ante la presión del sol. Estuve en duda de regresar en dirección al tren o avanzar a través de la arboleda buscando la carretera. Al fin mi decisión me empujo hacia el pequeño bosque. Cogí el bolso y lo cargue en mi hombro. Mientras caminaba dejaba detrás la estación. Con mi mano retorcí el billete, el contacto y el sudor desteñía el nombre de Manfredi.
Era 1934, tenia 20 años, había dejado a mi familia, deseaba alejarme y construir una nueva vida. Solo disponía de dinero para muy pocos días. Había elegido este sitio porque tan solo vivían 1000 habitantes. Cerca del pueblo un manicomio albergaba a 4000 enfermos. ¿Que venia a hacer aquí?. El fastidio se mezclaba con la alegría que me producía ir a la aventura.
Mis botas tocaron el borde de la carretera. Era estrecha, recta, con dos curvas por sus extremos que establecían un viaje interminable en la llanura. Era un paisaje egoísta y sutil, de gran amplitud, pero cobarde al aplastar al visitante entre un cielo dulce y azul y una planicie irritante.
Atravesé el camino, del otro lado se veía una gasolinera, una pista de baile y un escenario. Luego un bar y una pensión. Me rodeaba la desolación. Hacia calor, mucho calor. Fuera del poblado veía grandes extensiones. Durante la siesta –fue mi reflexión- infaliblemente todos desaparecían en sus casas. El lento paseo me dejo frente a la puerta de la pensión, al franquear la entrada observe que serian cerca de las 2 de la tarde. Nadie se veía en la recepción, opte por golpear. Espere un momento, abrieron una puerta lateral. De ella salió una mujer, fina, estrecha de caderas, de pechos abundantes. Estaba mas bien despeinada y desarreglada. Vestía con una bata que anudaba con un cinturón a la altura de su barriga, aquel estropicio en el diseño dejaba entrever un movimiento sensual. Me preguntó:
_¿Que desea?. Sus ojos chispearon, una luz de deseo despertó en mí la codicia.
_Una habitación, respondí. ¡Que estupidez!, para que sino había venido hasta aquella mugrienta recepción.
_Pase. -Un ademán me invito a adelantarme. Atravesamos una sala grande en la que se distribuían cuatro sillones, una mesa y un piano negro que ajado e inservible se sofocaba en una esquina. Hacia el fondo una puerta daba tal vez al patio –en este pueblucho asomarse a la calle era dar con un gran escenario. Por la izquierda una escalera subía a la planta alta. Ella dijo:
_Sígame. Comenzó a subir. Al ir delante, su trasero redondo, erguido, se movía y Estiraba. En varias ocasiones casi zozobra. Le veía como sobresalían unas piernas carnosas, rosadas. Sus sandalias golpeaban los escalones a ritmo obsceno. Llegamos a la primera planta, ante nosotros apareció otra sala y un largo pasillo del que se divisaban varias puertas. Me preguntó:
_¿Con lavabo?.
_Si. Extrajo un manojo de llaves de su bolsillo derecho y se detuvo en la habitación 113, abrió empujando la puerta. Había allí dentro una cama, un ropero y una ventana que daba a la pista de baile. Ella me señalo la puerta del lavabo, decidió entrar, le seguí. Como una autómata su relato describía lo que veía, se giró para regresar hacia la cama. su cuerpo quedo frente mi. Nuevamente sus ojos dieron una antigua chispa, percibí que sus senos se hincharon. Dos palmos nos separaban. Su frente sudaba, de sus axilas mojadas despedía un hedor picante. Cual narcótico, aquel olor me paralizaba. Intente retirarme, la dura carne me atraía. ¿Que edad tenia?. Unos 40 o 50 quizás. Ella murmuro con voz acida y fría:
_Son 20 pesos diarios incluida la comida del mediodía. Dicho esto acabo de realizar el giro para salir de aquel impasse y del estrecho recinto. Parecía que se marchaba pero se detuvo un momento frente a las cama y se agacho para recoger la manta que entendía estaba puesta de una manera irregular. Por mi parte desde mi posición en el lavabo le observaba contonearse de espaldas. Me pregunte: ¿es perfeccionismo o provocación?. Se puso recta, abrió la puerta, antes de salir mirándome dijo:
_¡Cenamos a las 9!. Cerró la puerta. Al irse el espacio recupero su aburrimiento, decidí abrir el bolso y colgar mi única camisa y pantalón de recambio.
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